En La Fidelidad, los bosques aún son mágicos

Autor: Diego S. Olivera

En esa tierra inmensa aún no esquilmada, grandes árboles, los de madera más dura se hacen presentes todavía. Son los quebrachos colorados y esa tierra es el centro geográfico de la región chaqueña. Esa tierra que además de los míticos quebrachos está tapizada por los aún más míticos algarrobos (los “takus” o “árboles” simplemente, en el idioma quechua). Los algarrobos de varias especies que conforman un universo por sí solos y que lo representan Todo (alimento, abrigo, cobijo, sombra, bebidas) en la cosmogonía y el folklore de tantas poblaciones, aborígenes y criollas y a las cuales hoy de a poco se les vuelve a dar el valor inmenso que poseen (o al menos nos vamos acercando a ello). El algarrobo blanco y el negro, principalmente, esos nobles que no precisan nada para ser trabajados y transformarse en muebles para siempre por la fortaleza de su madera (el único de nuestros árboles que no necesita estacionamiento o secado antes de ser labrado; de allí su gigantesca nobleza).

Esa vasta extensión forestal tiene un relicto invaluable (en estos días en que tantos le han puesto tantos valores numéricos). Esa tierra que exhibe manchones bellos de otro árbol increíble, el palo santo, de corazón perfumado y bella floración. Esa tierra que de a trechos muestra un guayacán, el gigante desprolijo de la corteza fría, veteada y hojitas diminutas, también un árbol sagrado.

Esa tierra que también de a trechos deja el espacio para un ostentoso habitante vegetal: el yuchán, el palo borracho de flor amarilla que puede alcanzar la ominosa altura de 30 metros y dar néctar a generaciones de picaflores y fibras preciosas para el nido de tantísimas aves chaqueñas y materia prima para las manos hábiles de tobas, wichís y matacos, entre otras cualidades. Esa tierra, insisto, de la cual se irradia vida y especies y linajes enteros de la flora y la fauna hacia ecorregiones vecinas (el Espinal, el Monte, la Prepuna, los Campos y Malezales, el distante Pastizal Pampeano).

Esa tierra con ese manto vegetal sagrado que ya dije, y que gracias a tantos autores (científicos, naturalistas, literatos) conocemos, es un cosmos vital que aloja estrellas también de la constelación de la fauna grande de nuestro país: el máximo e indiscutible predador terrestre de la América (pensemos en la América desplegada, crepitante, floreciente y rebelde de Jaime Dávalos y la más íntima, pudorosa y sensible de Yupanqui –atreviéndome a simplificar brutalmente a esas Américas y a esos grandes hombres…-).

Esa tierra que aloja (en número miserable, lamentablemente) a ese yaguareté o “tigre criollo” tan justamente mentado por el poder de sus zarpas, el bramido temible y su fuerza inigualada y que alberga junto a él otros representantes de nuestros compañeros en la vida (al decir de Juan Carlos Chebez); algunos de esos otros: el yurumí u oso hormiguero gigante, tímido pero valiente caminador de los bosques y las abras, bichazo singular y en decadencia por nuestra única culpa, ese bicho pintado por la pincelada de la evolución que lleva a cuestas a su cría haciendo coincidir el color de su costado con el de su cría, disimulada ésta ante los ojos de los predadores; el chancho quimilero, ese pecarí con cresta descubierto por la ciencia hace poco más de 30 años; los pecaríes de collar y labiados, parientes del anterior y que forman piaras muy grandes a veces, el tatú carreta, prodigio entre los armadillos, aquél de la uña más grande y que para ser doblegado y arrebatado de su ambiente precisa de la potencia de un caballo sano y fuerte y la destreza de un jinete avezado para luego ser ultimado de un golpe brutal y traicionero; el águila coronada o águila silbona, flecha de los aires que en el Chaco puede capturar casi cualquier presa y que en su voz aguda y melancólica expresa la preocupación por su destino.

Esa tierra que es visitada en algunos momentos del año por el más grande mamífero terrestre sudamericano, un verdadero coloso: el tapir o “anta” o “gran bestia” que pasea sus 250 kilos de cuerpo oscuro y compacto entre una aguada y otra o bien que logra cruzar sin esfuerzo al beneplácito y bermejo Teuco en todo su ancho (“Bermejo” por el color de sus aguas). Esa tierra que al menos en la Argentina ha perdido su población de guanacos y también la de los suris o ñandúes en la mayor parte de su extensión.

Esa tierra que en muchos lugares resguarda poblaciones de un extraño mamífero fosorial o cavícola como es el pichiciego mayor, pequeño gran animalito expuesto fácilmente al accionar infame de la topadora bestial. Esa tierra que además de todo ello que he simplificado en las líneas líneas precedentes, esa tierra es mucho más y esperamos que no se convierta como otras en las que nos queda cada vez menos.

Esa tierra que apenas es atravesada por un puñado de rutas y vías de ferrocarril desde las cuales hoy podemos ver apenas una mínima insinuación de su anterior esplendor.

Esa tierra benévola que nosotros nos emperramos en destruir, hoy resiste, además de en varias reservas provinciales y algunas nacionales, en una gran porción única que es la Estancia La Fidelidad, compartida entre Chaco y Formosa.

Esa tierra que creo todos los de corazón sensible a la naturaleza y al vínculo conmovedor entre hombres, mujeres, niños y niñas y esa pródiga Madre Tierra esperamos que se pueda proteger en la figura protectora de un gran Parque Nacional.

Aunque injustamente, por todos los personajes que omito, sumo ahora otro para escuchar con detenimiento y con quien deleitarse a través de su música y poesía: don Sixto Palavecino. Escuchemos “Dulzura quechua”, obra de dicho poeta y sigamos reflexionando acerca de todo lo que podría perderse de no concretarse este logro potencial del cual se está a un paso nada más. Y ya que estamos escuchemos “Canto a Monte Quemado”, de Los Manseros Santiagueños.

Y si tengo que recomendar ahora un libro (además de la reedición de “Los que se van” y su compañero “Otros que se van”, por supuesto, de Juan Carlos Chebez) me viene a la mente: “El Chaco sin bosques: la Pampa o el desierto del futuro”, del año 2009 cuyos notables editores son Jorge Morello y Andrea Rodríguez, destacados ecólogos del paisaje de la Argentina. Y luego de consultar dicho los invito a seguir reflexionando, pero al mismo tiempo a pasar a las acciones concretas.



24 de Junio de 2011

Comentarios



  1. #1   Silvia dijo: 25.06.2011 - 16:16hs Como siempre, muy enriquecedor el artículo Diego. Felicitaciones.

  2. #2   Carlos del Aguila dijo: 27.06.2011 - 17:19hs Excelente la nota y por supuesto me adhiero fervientemente a la movida.

  3. #3   Francisco Lucero dijo: 27.06.2011 - 20:15hs Excelente Diego, muy buen artículo, esperemos se nos dé, abrazo.

  4. #4   Diego S. Olivera dijo: 30.06.2011 - 12:13hs gracias a todos!
    una alternativa es llamar a la APN, comentar nuestra preocupación por la situación del área y consultar sobre el tema, apoyando la posible medida que se tome desde la Nación para proteger esas tierras. El tel de informes es: 011-4311-0303.
    saludos!
    Diego



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