Especies extinguidas: un síntoma irreversible del deterioro ambiental

Autor: Juan Carlos Chebez

La enfermiza relación que el hombre mantiene con su entorno natural tiene uno de los síntomas más alarmantes en la extinción de especies, dado su carácter de daño irreparable al patrimonio natural de toda la humanidad. Si bien en la historia evolutiva de cada especie existe el riesgo, más o menos lejano en el tiempo, de una casi segura extinción como la testimonian numerosas formas de vida que los paleontólogos permanentemente exhuman, el hombre se ha convertido en el principal factor de aceleramiento de dicho proceso usando para ello todo el arsenal que la civilización y la tecnología pusieron a su alcance consciente o inconscientemente.

Se calcula que por culpa humana ya han desaparecido del planeta unas 200 especies de anfibios, reptiles, aves y mamíferos desde 1600, tratándose en la mayoría de los casos de especies que poblaban pequeñas islas o áreas muy limitadas y que el ritmo de extinción actual es tan creciente que solo en el caso de las aves se estarían perdiendo 2 especies cada 3 años y que para el año 2000 se perdería una especie por año.

Estas cifras tan alarmantes nos obligan por si solas a esmerarnos en evitar esta verdadera "erosión genética" que nos priva entre otras cosas de especies que, amén de cumplir con roles peculiares y a veces irremplazables en los ecosistemas naturales, y de merecerse como cualquier otra forma de vida el pleno derecho a vivir que por sí solo debería ser un motivo que aconseje su cuidado y preservación, guardan numerosos secretos que pueden serla a la humanidad toda de sumo beneficio. Porque ¿Quién puede garantizar alguna medicina, látex, colorante, frutos, carne, etc, que nos ayudaran a subsistir en las diferentes regiones que el hombre se ve obligado a poblar llevado por la creciente explosión demográfica? ¿Qué mejor que una especie adaptada a esos ámbitos durante milenios para hacer posible o al menos grata la existencia en esos parajes recónditos que aceleradamente vamos poblando?.

Las pieles o cráneos que han quedado en los museos, las pinturas o fotos que se conservan de esas especies difuntas, de poca ayuda serán para responder esos interrogantes. Solo nos servirán como una ilustración fúnebre y concreta de la masacre producida y actuarán como una carga permanente en nuestra conciencia. Lejos de disminuir por el creciente movimiento verde o ambientalista que parece irse multiplicando en el mundo, la extinción de especies en nuestros días continúa sin indicios de mermar la celeridad con que se produce a pesar de todos los esfuerzos en sentido contrario que realizan cientos de entidades y distintas personalidades en todo el planeta. Es que, lamentablemente para muchos ecologistas o ambientalistas, la extinción de las especies, es decir, la pérdida de la biodiversidad o de la diversidad genética, al igual que la cuestión de las reservas naturales para amparar dicho patrimonio, resulta en apariencia una cuestión menor comparada con otras temáticas que parecen influir más directamente sobre la humanidad toda, especialmente sobre  el hombre urbano que vive rodeado de smog y de ríos contaminados. Por ello el aparente desinterés, y la consecuente falta de espacio en los medios de difusión que cubren las noticias relacionadas con esta apasionante cuestión.

Y esto es importante recalcarlo ya que el desconocimiento general y la falta de una conciencia colectiva sobre esta temática debe considerarse como una de las principales causas de extinción. ¿Cómo defender una rana exclusiva de un pequeño arroyo o laguna si el turista que visita el paraje, lo contamina y arruina, creyendo que en definitiva el mismo es una simple laguna o un arroyo mas de esa región y no el hábitat exclusivo de una especie endémica, es decir única en el mundo de ese sitio?. Pero desde ya que no faltan otras razones y en un listado de mayor a menor implicancia aparece la transformación de ambientes naturales como la principal causa de extinción. En el poblamiento progresivo de todos los biomas del planeta, el hombre ha talado bosques y selvas milenarios, a veces en pocos minutos, valiéndose del fuego, ha transformado pastizales en campos de cultivo o pasturas e introdujo animales domésticos que alteraron la composición y la dinámica natural de las comunidades vegetales, creando muchas veces importantes focos de erosión, especialmente en las zonas áridas. Todos estos procesos privan a las especies de vastas superficies de su hábitat, fragmentando y disminuyendo sus poblaciones hasta llevarlas a la extinción.

Otro importante flagelo que contribuye a la extinción de las especies es la caza y la extracción de árboles y plantas con fines  madereros, medicinales u ornamentales que tiene su máxima expresión, sin el tráfico comercial de pieles, cueros, plantas y animales vivos, y que especialmente en nuestro país reviste características alarmantes promoviendo la desaparición de las especies más codiciadas.

Estos factores unidos a la creciente contaminación ambiental, la introducción de especies exóticas que se asilvestran  compitiendo con las nativas y el efecto fatal que tienen algunas enfermedades cuando las poblaciones disminuyen tanto que alcanzan un número o estado crítico, resultan mortales para numerosas formas de vida.

Son muchos los casos que a nivel mundial podríamos recordar en una fúnebre reseña de las especies perdidas de la fauna, pero referiremos solo algunos a modo de ejemplo.

Así en el Estrecho de Bering alguna vez pobló la ritina o vaca marina de Steller (Hydrodamalis stelleri), pariente gigante del dugón y el manatí, que se extingue solo 27 años después de su descubrimiento victima de los arpones de los balleneros que recorrían el estrecho. Se calcula que su población nunca debió haber superado los 1.500 ejemplares, y a pesar de que en el siglo XVIII las incursiones humanas por la región no eran muy frecuentes, bastaron para aniquilarla por completo.

La colonización de Sudáfrica cobró dos víctimas espectaculares: el hipotrago azul (Hippotragus Iencophaes) un gran antílope de cuernos curvados en forma de sable y el cuaga (Equus quagga) que parecía una mezcla de cebra y asno con rayas solo en la parte delantera. El primero solo vivía en un área muy restringida y comenzó a enrarecerse hacia 1774. Si bien en 1781 existía todavía una población aislada en un pequeño valle, cuando Henry Lichtenstein atravesó la región en 1803 tuvo noticias que el último había sido capturado en 1800. El cuaga, que alguna vez pobló en grandes manadas la zona de colonia del Cabo, fue capturada principalmente por los  Boers (colonos holandeses) para alimentar a los trabajadores nativos. La persecución fue tan encarnizada que se estima que ya había desaparecido en estado silvestre hacia 1860. Los últimos sobrevivientes cautivos murieron en los zoológicos de Berlín y Ámsterdam en 1875 y 1883 respectivamente.

En Norteamérica se concentra uno de los listados negros más numerosos y que comienza con la exterminación total del pato del Labrador (Camptorhynchus labradoricus) por culpa de los cazadores y recolectores de huevos que lo diezmaron enrareciéndolo hacia 1860-1870. El último del que se supo, fue cazado en Long  Island en 1875.

Continua con la paloma migratoria (Ectopistes migratorius) que al decir de Audubon con sus grandes bandadas oscurecía el cielo durante sus migraciones y que fue cazada en grandes cantidades comercializándose incluso su carne salada en grandes toneles, lo que sumado a la destrucción de los bosques de la zona oriental de los EEUU la privó del hábitat necesario tanto para anidar como para trasladarse durante sus migraciones. Hoy se cree que la disminución tan abrupta de esta abundante especie debió verse acelerado por alguna epizootia (o enfermedad) que hizo estragos en poblaciones artificialmente reducidas. La última de estas palomas en estado silvestre fue muerta en Wisconsin en 1899 en tanto que el último animal cautivo murió en 1914 en el zoológico de Cincinnati.

Otro caso interesante es el de la cotorra de Carolina (Conuropsis carolinensis) que acusada de ser una plaga de los manzanos y otros cultivos fue combatida con saña, destruyéndose incluso sus nidadas coloniales en arboles agujereados. Hacia 1870 se había enrarecido bastante en estado silvestre, pero había, tantas cautivas que se pensaba con optimismo que su recría seria todo un éxito. Lamentablemente la descoordinación existente entre los zoológicos (similar a la que vemos en Argentina en estos tiempos) no permitió el intercambio de ejemplares y la última murió en 1914, igual que la paloma migratoria, sin dejar descendencia.

La enumeración puede ser mucho más extensa y los detalles singulares de cada caso más o menos escalofriantes, pero creemos atinado dedicarnos ahora con algún detalle a nuestras especies extinguidas para asumir nuestras propias culpas, e intentar corregir el rumbo a tiempo.

Si bien el deficiente relevamiento biológico de nuestro territorio presenta numerosas lagunas de información, cada vez parece contar con menos apoyo oficial para profundizarse y completarse, lo que no permite efectuar un listado verídico y completo de las especies perdidas, nos referiremos a los casos más consensuados. 

Entre los mamíferos contamos con un caso seguro de extinción, el del zorro-lobo de las Malvinas (Dusicyon australis) que al igual que el lobo de Jápon (Canis  hodophilax) y el caracará de Guadalupe (Polyborus lutosus), otras especies insulares, fue acusado de plaga y en consecuencia exterminado con bastante rapidez. Era el único mamífero terrestre del archipiélago malvinense y a el se refirieron todos los viajeros que allí recalaron desde Byron y Bougainville hasta Darwin, quien obtuvo algunas pieles hoy depositadas en el Museo de Londres y se asombró de la mansedumbre de la especie que se acercaba sin desconfianza al mostrarle cualquier cebo a la distancia, lo que permitía acuchillarlo desde muy cerca. Fue el mismo Darwin, el que basándose en lo antes expuesto profetizó su extinción en el corto plazo. Así se calcula que hacia 1876 se capturó el último. Unas pocas pieles de estudio y la pintura de la ‘’Zoología del Beagle’’ es lo poco que nos resta, permitiéndonos apreciar su larga pelambre y la punta de la cola blanca que resultaba una rareza en el género Dusicyon. Hay quien sospecha que además de la mala fama de que gozaba entre los ganaderos insulares que lo acusaban de atacar el ganado ovino, hecho que ya nunca podrá ser corroborado, la incursión de buques peleteros o loberos que efectuaron grandes cacerías podrían haber sido el principal motivo de su declinación.

Las aves cuentan con un caso muy notorio: el del guacamayo violáceo o ‘’guaá-hovih’’ de los guaraníes (Anodorhynchus  glaucus) un papagayo grande, de color celeste-verdoso que habría sido expectable hasta mediados del siglo XIX en Paraguay, norte de Uruguay, el sur de Brasil y el nordeste de Argentina. Por lo poco que sabemos de naturalistas como el Padre Sanchez Labrador, Félix de Azara, Alcides D’Orbigny y Martin de Moussy parecía habitar los campos con isletas de selva, palmares y fajas selváticas a lo largo de los ríos y no las selvas continuas ni los ambientes espinosos (ó xerófilos) y se alimentaba de frutos de cáscara dura como los de las palmeras que partía sin dificultad con su formidable pico. Las causas de su declinación son un verdadero misterio. Se sabe que se lo capturaba como ave ornamental e incluso para consumo humano y puede que esas capturas, la alteración del ambiente por la creciente colonización de la región, y en especial de sus aéreas de cría, combinada con alguna peste lo hayan llevado a la declinación final. En cuanto a la fecha de su desaparición se señalaba los comienzos de este siglo pero existirían registros de animales cautivos en el zoológico de Buenos Aires en 1936 y un registro visual del norte uruguayo de 1950.

Otras especies emparentadas que se habían extinguido por completo en el país, pero que afortunadamente subsisten aun en países vecinos son el guacamayo rojo o ‘’guaá-piutá’’ (Ara chloroptera) que convivió en el nordeste con la especie anterior, y el guacamayo verde o militar (Ara militaris) que alguna vez pobló las selvas salteñas y del que conservamos solo algunas pieles en los museos. Lamentablemente aun suelen aparecer ambas especies en el comercio clandestino tanto nacional como internacional. Sobre la situación actual (2010) de estas dos especies recomendamos la consulta de ‘’ Los que se Van. Tomo 1’’ del mismo autor (Chebez, 2008).

Finalmente comentaremos, con alguna esperanza, la historia del chorlo o zarapito esquimal o polar (Numenius borealis), un chorlo de pico curvado que anidaba en las zonas árticas y migraba a través de toda América escapando del invierno boreal y llegando a nuestro país tan al sur como Tierra del Fuego. Fue cazado en gran cantidad especialmente en el hemisferio norte, donde alguna vez Audubon se sorprendió por su numerosidad. Según crónicas de la época las pilas de animales muertos competían en altura con las del carbón que se utilizaba para alimentar a las primeras locomotoras. Lo cierto es que empezó a mermar y ya en la primera mitad de este siglo sus únicos hallazgos en nuestro país fueron comunicados como verdadera rareza. Si bien por los años transcurridos merecería figurar ya para nuestra fauna como una especie extinguida, la aparición de ejemplares aislados y en pareja en la década del ’70 en Norteamérica, nos permite alentar alguna esperanza respecto de la especie, que aun podría estar invernando en algún rincón aislado de nuestro país.

Como vemos, los argentinos ya tenemos motivos propios para alertarnos y preocuparnos por el futuro de nuestro patrimonio natural, de lo contrario, comentarios necrológicos como este se sucederán cada vez más a menudo.Solo cambiando nuestro desinterés en estas cuestiones, permanentemente desplazadas de los focos de atención pública por situaciones políticas y económicas coyunturales, podremos revertir el camino inevitable a la extinción que corren muchas otras formas de vida (a las que nos referiremos en futuras notas), sino correremos el riesgo de ser los dueños y señores absolutos del planeta, pero nos sentiremos cada día un poco más solos…y culpables.
 
Agradecemos la colaboración de Mario De Fina para la transcripción de este artículo.



30 de Mayo de 2010

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