El cielo perdido


Estamos resignados, o por lo menos mal acostumbrados, a dejar que desaparezcan de nuestras vidas, casi siempre de manera definitiva, muchas áreas de inmenso valor, de incomparable belleza y solaz, dignas de toda admiración y conocimiento, filones enriquecedores de la experiencia cotidiana. Lo peor de todo es la constante que rige en estos casos: las dejamos ir - cuando no es de intento- sin prestarles atención y sin registrar su pérdida (nuestra pérdida en definitiva) hasta que en un momento tardío notamos que no están más ahí y que  su ausencia, que en algún punto hubiéramos podido evitar,  nos embarga no sólo de nostalgia, sino que tomamos demorada conciencia de estar orillando el agujero negro que las deglutió. Entre una multitud de cosas, el ácido de nuestra indiferencia corroe y devora paisajes, climas, memorias ancestrales, referencias de identidad, historias, seres vivos, especies enteras, rastros del pasado. Mientras, consume la salud del presente al llevarse el aire puro, la limpieza y el libre fluir de cursos, espejos de agua y glaciares; los alimentos que nutren sin dañar, los bosques y pastizales que nos protegen, regiones íntegras de la geografía sobre las que estábamos en pie y recursos naturales que nos permitían el sustento o siquiera la más elemental supervivencia. 

No dirán que me dedico a dar malas noticias porque nada de lo anterior resulta novedoso. Pero sí quería avisarles algo más. Aunque hay muchos que ya lo saben, millones y millones de humanos despistados, especialmente  habitantes de ciudades, todavía no se percataron de que perdimos el cielo.

No estoy dedicándome a ninguna prédica religiosa, aunque se me cuelan ciertas sospechas de que si perdimos el rumbo del cielo, bien podría ser la señal de que, por obra de nuestras malas acciones y decisiones, o del mero desinterés, transitamos por la vía contraria, justamente esa que conduce a sitios donde nunca querríamos estar.    Pero la cuestión es otra, por más que esté directamente  relacionada con la manera que elegimos -o aceptamos- de vivir sobre la Tierra. 

Cuando yo era chica (huy, hace cuánto), en compañía de mi madre, tan sabedora de antiguas leyendas como buceadora curiosa de las honduras de las ciencias, levantaba la mirada hacia el cielo nocturno desde el jardín a oscuras de casa, en pleno Resistencia, ciudad entonces muchísimo más pequeña y quizá cientos de miles de veces menos iluminada. Y allá arriba descubría al Universo, entero y deslumbrante.  Alguna noche de verano particularmente límpida y seca, mi padre, de receso en sus ocupaciones, nos invitaba a subir al viejo auto y salíamos los tres a la ruta (tan cerca) y tomábamos enseguida un apartado caminito rural donde estacionábamos (¿inseguridad? ¿qué era eso?).

Con los faros apagados, bajábamos a contemplar la noche en todo su esplendor y a ver mejor el recorrido de la Vía Láctea, los planetas solares y una infinidad de estrellas, tridimensionales, navegando en la negrura absoluta, y los mirábamos a ojo desnudo, sin instrumento óptico de por medio.  Nos quedábamos un rato conversando, tomando el fresco de la hora y el lugar, y después regresábamos con el alma colmada de visiones estelares.

Sólo parcialmente pude reeditar esa experiencia con mis hijos (en el patio de casa, desde luego), señalarles las constelaciones más notorias y las estrellas más brillantes. Pero la generación siguiente ya no conoce más que un cielo pardo herrumbroso, turbio de contaminación lumínica y de gases atmosféricos, en el que destellan como chatos leds  únicamente los astros más fulgurantes de la galaxia.  Se ha extinguido la posibilidad de disfrutar del espectáculo diario más sensacional y gratuito que teníamos democráticamente a mano; el mismo que impactó tan profundamente en la humanidad arcaica como para desencadenar los interrogantes que serían los primeros pasos hacia religiones, filosofía y ciencias.  Para recuperar las vivencias antiguas hace falta que se produzca  en horas de la noche un gran apagón de tamaño regional que nadie desea; y, además, que en esas circunstancias quede  alguien que guarde el recuerdo de las pasadas visones y tenga la iniciativa de salir a un  sitio despejado para reencontrarlas. (¿Dónde están las Pléyades o Siete cabritas?).

Hoy, independientemente de la polución lumínica que emiten numerosas poblaciones e instalaciones de todo tamaño, la intensa luz reflejada al cielo por el complejo urbano Corrientes- Resistencia se advierte a considerable distancia desde el norte de Santa Fe. Ni hablar de metrópolis mayores y de todo el conjunto de emisiones grandes y pequeñas  que enturbia la visión de la Tierra desde el espacio, como bien lo saben los cosmonautas y lo acreditan las imágenes satelitales. Acá abajo, para disfrutar del cielo nocturno es menester hallarse demasiado lejos de todo asentamiento humano.

Si incorporo memorias personales no es por mera añoranza sino para señalar las etapas de una pérdida muy significativa. A nivel mundial está surgiendo una honda preocupación por el exceso de iluminación artificial y sus consecuencias, y dicha preocupación no queda reducida a un grupo de almas sensibles y a algunos astrónomos: también inquieta a biólogos de distintas especialidades e investigadores de la medicina, quienes aportan todo tipo de propuestas para disminuirla urgentemente en vista de sus peores consecuencias.

Los primeros en poner el grito en el cielo (y no es ésta una figura literaria) fueron los astrónomos, que debieron refugiarse con sus observatorios y equipos en lugares semidesérticos en medio de mesetas o altas montañas.  Aun ahí, se dio el caso de un observatorio norteamericano que tuvo que acordar con la comunidad que se extiende en el valle a sus pies, para que ésta -orgullosa de su vecino de arriba- terminara declarándose "primera ciudad internacional de cielo oscuro". Y ese ejemplo empiezan a emularlo otras localidades y hasta aparecen algo así como "parques naturales de noches oscuras", a donde se puede acceder a la contemplación de los olvidados cielos nocturnos como si se tratase de una especie en vías de extinción.    

Entiéndase que no es éste un intento de regresar muchos milenios atrás a encender el fuego únicamente dentro de la caverna, sino de evitar el derroche de iluminación en sitios descubiertos, manteniendo lo que es necesario y lo que resulta bueno para la seguridad. Esto se conjuga con la utilización de nuevos diseños de lámparas de exteriores que concentran la luz hacia abajo e impiden que se proyecte hacia el cielo en un alarde con daños y sin beneficio. Recordemos asimismo el desbordado costo ambiental y económico del consumo irracional de energía.

En tanto, los biólogos se manifiestan alarmados por las alteraciones que la persistencia de la luz artificial provoca en el conjunto de los seres vivos, humanos incluidos. No es posible olvidar que la luz solar gobierna los ritmos (ritmos circadianos) y las más íntimas funciones de todas las especies. La permanente exposición a su versión simulada, que la prolonga más allá de los tiempos naturales, genera perturbaciones de diverso orden. Perdemos entonces el compás que llevábamos sincronizado con la marcha del universo y sufrimos desajustes y malestares cuyo origen se nos pasa por alto pero que a la larga cobra sus cuentas. Somos capaces, eso sí, de tomar nota del efecto de la polución lumínica en los animales: cambios de conducta, irritación, desconcierto, desfasajes en su reproducción y migraciones, y hasta desenlaces fatales individuales o masivos.

Necesitamos de la noche como del día y de su reiterado ciclo. La buena noticia es que, entre tantas formas de contaminación que nos invaden, generalmente de modo irreversible, la luz artificial es la que mejor podemos controlar. Si queremos.  
 
Y ellos lo hicieron. Subieron y bajaron las escaleras,encendiendo la Noche. Encendiendo la oscuridad, dejando que la Noche viviera en cada habitación.Como una rana. O un grillo. O una estrella.O una luna.Y ellos encendieron los grillos. Y ellos encendieron las ranas. Y ellos encendieron la blanca luna semejante a un helado.-¡Oh, cómo me gusta esto!-dijo el muchachito-,¿Puedo encender siempre la Noche?  ......................................................................................................................................
¿Quién puede escuchar a los grillos con las luces encendidas?Nadie.¿Quién puede escuchar a las ranas con las luces encendidas?Nadie.¿Quién puede ver las estrellas con las luces encendidas?Nadie¿Quién puede ver la luna con las luces encendidas?Nadie.¡Fíjate cuánto has perdido!..............................................................................
Fragmentos del poema La niña que encendió la noche, de Ray Bradbury. 1955
 
 Publicado en El Diario de la Región, de Resistencia, Chaco, Argentina, el sábado 3 de enero de 2009
 



03 de Agosto de 2010

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